La semilla del fracaso (2)  

blog Christian Echeverría

febrero 2013 viernes 22

Foto: Ann London

Sigue mi vida en Quetzaltenango. Los hijos de esta ciudad saben llenar con poco los vacíos de un capitalino cercenado. Aquí la soledad y el sentirse invisible -las pesadas piedras que traigo en la mochila-; quedan expuestas sin piedad. Duelen, pesan. Yo llego harto. Harto de sentirme nadie, de sentirme solo, y de pasar de un gueto al otro caminando, mientras lucho contra el miedo y la desconfianza aprendidos en el urbanismo fragmentado de la capital.


Pero soy feliz y me dejo llenar. Con un amigo y socio quetzalteco, hemos emprendido la tarea de expandir en Xela la radio y la revista on-line que con mucho trabajo él y la mamá de sus hijos hermosos, socia y periodista; habían emprendido en el Lago de Atitlán hace años. He de vender espacios publicitarios, y ser en mi nueva ciudad su corresponsal. Duermo en pensiones y casas ajenas. Me caliento con las providenciales chamarras de la cama de sus hijos y su hermano. Nunca falta un plato de comida. Nunca. Tampoco sus amigos que ofrezcan posada. Los restauranteros, los músicos, los pintores, los bohemios, la extranjera bonita que uno conoce gracias a la nobleza pura de este personaje, y a que he decidido fluir con la vida. Tampoco falta la amiga y colega periodista con la que se abre el corazón y se charla por horas. Que ofrece integrarme a sus amistades, con la que se camina por la bella ciudad masona; y de la que con el tiempo me puedo enamorar.


Sigue mi vida en Quetzaltenango. En el artículo anterior me inspiré en una conflictiva pensión para reflexionar sobre el destino y el porvenir; y hoy quiero continuar sobre lo que necesitan las mujeres del pueblo. Sobre su distancia invisible y silenciosa hacia sus hombres; y sobre el conflicto psicológico guatemalteco por excelencia: la inhibición aprendida, como lo define el psicólogo guatemalteco Marco Antonio Garavito en su concepto del Síndrome Psicosocial Traumático, que desarrolló en una entrevista que le hice hace poco. Hoy escribo sobre una despedida de solteros:


Los anfitriones eran una pareja de vida urbana pequeño-burguesa. Un exitoso editor educativo de mediana edad. Varonil, plano. Mestizo y bien parecido. De cabello y barba de candado oscuros. Testosterona liberal. Su pareja era la mujer urbana de clase media, que a la mitad de su vida asume con entusiasmo lo que tiene: su exquisita casa de campo, la rica cocina que además es su reino; y muchas ganas de ser alegre y bailar con el mundo. Era de noche, y el frío altense me laceraba el cuerpo en un delicado jardín. Se casaban sus amigos: un inglés maravilloso, matemático y director de un colegio de Panajachel; y una guatemalteca noble, de hermosísimos ojos verdes esmeralda y cabello oscuro. Llegué de colado llevado por mi amigo y socio después de recogerme en el parque y después de pasar la tarde con mi amiga periodista.


Brillar y bailar: una infinita necesidad femenina


¿Qué necesitan las mujeres chapinas? –me he preguntado todo este tiempo en Quetzaltenango, mientras más interactúo con ellas y mejor las conozco- y más puntualmente: ¿Qué necesitan de nosotros los hombres? La pareja comprometida aquella noche fría, era la de un extranjero y una guatemalteca. Pero ¿qué tiene un extranjero que no tenga un chapín para hacerlas felices?


Y ya bien entrada la noche, la cerveza, el ron, la tertulia y la música; en el delicado living del patio, con un par de vasijas cerámicas con carbón ardiente para protegernos del frío; las mujeres y los hombres quedamos bien segregados. Ellas sentadas en línea, haciendo suyo uno de los costados de la puerta: carcajadas, chiflidos, gritos, risas, rumba, alegría toda. Se paraban de su asiento a bailar, a hervir sangre latina, solas, nada ni nadie les faltaba. Nosotros los hombres, al otro costado: filosofía, negocios, elucubración, especulaciones y un buen rato. Recordé de inmediato lo que me dijo mi amiga por la tarde: que a la mujer se le entra por el oído, por los sentidos; y que no hay nada más aburrido para ellas que hablar con un chapín. Que no tiene tema alguno de conversación. Que con un extranjero hay libertad, porque ante una aventura no hace preguntas incómodas, reproches ni estigmas. Recordé lo que me ha contado mi amigo fotógrafo del Uruguay: que una reunión de negocios de una compatriota y un extranjero, puede terminar en idilio sexual con solamente una cerveza como inversión. Una sola. Y es que el alcohol y el fetiche que supone un hombre blanco de ojos azules; parece irresistible para dejar salir al monstruo que siempre está atado, reprimido y sojuzgado. ¿Malinchismo o anhelo de libertad? juzgue usted.    


Pero llegó el momento furtivamente, donde los futuros esposos -que además se conocieron en el Salón Tecún-; se entrelazaron con el alma. De fondo una canción pop anglo: Thank You de Dido, y ante ello, los dulcísimos ojos azules del matemático se extraviaron para siempre con los verdes esmeralda hermosos de mi compatriota. Ambos al calor del licor y del amor profundo; se cantaron a destajo, mientras la anfitriona de la casa se aseguraba a la par de su amiga de arrebatar un poco la experiencia religiosa. Como representando a todas las mujeres del pueblo. Como si fuera un arquetipo.


¿Burgués o campesino?: la inhibición aprendida


Garavito afirma que la esperanza se construye con la comunicación en lo cotidiano, y con ello se puede lograr nuestro reencuentro. Nuestro reencuentro como hombres y mujeres, como vecinos, como compatriotas; en una sociedad donde no le creemos más a nadie. Donde nunca nos creemos. Y que además de la confianza, el mayor de nuestros conflictos psicológicos colectivos es la inhibición aprendida. Que siempre estamos mirando. Que nos cuesta actuar. Lo constaté una noche antes donde en un bar, no me fue muy difícil socializar con una atractiva mujer salvadoreña que además iba con su joven hijo. Intercambio de teléfonos y un trago agradable. Mis acompañantes chapines pasaron la velada solos, porque nunca se atrevieron a acercarse a las extranjeritas que les parecieron simpáticas ¿Por qué?


Ya sugerí que los términos "burgués" y "campesino" no los asocio con cuestiones económicas, sino más bien con la cultura. Con formas distintas de relacionarse con el mundo. Nuestro conflicto psicológico, tiene una solución educativa: una educación que nos enseñe a ser. Si ser burgués quiere decir ser cosmopolita, preocuparse por las batallas del espíritu humano y lo bello, esto parece darnos lo necesario para dejar la barbarie de la fragmentación, del miedo colonial y feudal o "dejar de ser campesinos", porque otra semilla de fracaso es nuestra psicología: el no se puede, el no se debe; aunque nuestras mujeres nos pidan a gritos atrevernos a más.            

 

 

 

  

 

 

     

 

 

 

 


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